Podrían ser las calles de Tánger. Las
sucias calles de Tánger. Las oscuras calles de Tánger. Aunque se
empeñen en el parentesco no existe el lazo. Un criminal no regatea.
Coge lo que necesita. Lo expropia, políticamente, lo roba
moralmente. El opio es una cama. Un armario para las pistolas. El
criminal esconde su piel bajo el negro. Sus ojos no son más que una
cristalera de confusión interna. Las empuñaduras también hacen
callos. Pequeñas marcas de trabajo y muerte. La calina es la
anunciación después de la flama. El criminal olvida. El criminal
fue un hombre. El criminal ahora es un personaje. Un extraño por las
calles de Tánger. Las sucias calles de Tánger. Las oscuras calles
de Tánger dónde no hay criminales, sólo cuerpos perdidos. Llenos
de un amenazante miedo. A la verdadera Diosa Sombra y sus hijas. Y no
al falso profeta. El criminal suda y huele la hierbabuena de los
cafés. Por un instante ve la imagen de por qué está ahí. De qué
huye. De qué país. De qué Estado. De qué hombres o personas. En
las sucias calles de Tánger que siguen ahí fuera. Las oscuras
calles de Tánger. Con sus brazos y sus caderas. Con sus almendras y
sus lenguas que no son más que un sueño pegajoso donde la palabra
habibi es la última calada de una pipa. Y el cuerpo del
criminal se convierte en una piedra roja bajo el negro. Un cuerpo
seco sin olor.
Tatuajes de Criminales y prostitutas, Errata Nature.
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