sábado, 18 de octubre de 2014

Una noche nueva





Después de tantas horas de hablar y discutir, y beber y comer, y gritar sin encontrar algo razonable en todo ello, algo con lo que sentirse satisfecho, o un consuelo, nada, se ve vomitando sobre zapatos de fiesta. Algunos hablan del marisco, otros de las uvas. Algunos se atreven a hablar del anís, otros, del whisky.
Entonces se ve, digámoslo sí, obligado. Obligado a huir con una especie de sensación de estropicio emocional. Una inutilidad que está adoptando cierta madurez.
La calle es como el viejo oeste pero con niebla. Un salvaje oeste de baldosas aunque en este pueblo aún exista el albero. Camina por una callejuela de molduras de sangre. Piensa en la suerte que ha tenido de no mancharse el traje, ni siquiera los zapatos -es extraño-, recordando de qué forma había ensuciado a la gente que se encontraba cerca de él. En que la música era horrible, y la gente, sus trajes, sus bolsos sus perfumes, sus joyas; todo era horrible. Él también lo era. O lo estaba. Era una mala noche sin duda, aunque tampoco importaba demasiado, era la última del año.
Bajo los soportales de la plaza del pueblo encontró una taberna abierta. Una taberna reconvertida en antro por los horas y los clientes. Nada a su alrededor había mejorado. Incluso tenía la sensación de que había empeorado. Entonces encontró a una chica. Una chica que bailaba al fondo, en una esquina. Una chica a la que creyó reconocer.



                            Muchacha leyendo en el suelo. Edgar  Degas 1889.


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