Después de tantas
horas de hablar y discutir, y beber y comer, y gritar sin encontrar
algo razonable en todo ello, algo con lo que sentirse satisfecho, o
un consuelo, nada, se ve vomitando sobre zapatos de fiesta. Algunos
hablan del marisco, otros de las uvas. Algunos se atreven a hablar
del anís, otros, del whisky.
Entonces se ve,
digámoslo sí, obligado. Obligado a huir con una especie de
sensación de estropicio emocional. Una inutilidad que está
adoptando cierta madurez.
La
calle es como el viejo oeste pero con niebla. Un salvaje oeste de
baldosas aunque en este pueblo aún exista el albero. Camina por una
callejuela de molduras de sangre. Piensa en la suerte que ha tenido
de no mancharse el traje, ni siquiera los zapatos -es extraño-,
recordando de qué forma había ensuciado a la gente que se
encontraba cerca de él. En que la música era horrible, y la gente,
sus trajes, sus bolsos sus perfumes, sus joyas; todo era horrible. Él
también lo era. O lo estaba. Era una mala noche sin duda, aunque
tampoco importaba demasiado, era la última del año.
Bajo
los soportales de la plaza del pueblo encontró una taberna abierta.
Una taberna reconvertida en antro por los horas y los clientes. Nada
a su alrededor había mejorado. Incluso tenía la sensación de que
había empeorado. Entonces encontró a una chica. Una chica que
bailaba al fondo, en una esquina. Una chica a la que creyó
reconocer.
Muchacha leyendo en el suelo. Edgar Degas 1889.
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